No
descubro la pólvora cuando afirmo que la democracia española es muy joven o que
en España no hay tradición democrática. Nuestra historia es brillante en muchos
aspectos y conocerla es apasionante, pero al mismo tiempo descubrimos en ella
hechos, decisiones y errores cuyas negativas consecuencias se han arrastrado
durante siglos incluso hasta nuestros días.
En
lo referente a la tradición y usos democráticos poco tenemos que contar. Las
experiencias del siglo XIX y primer tercio del XX más que democracia real la
podríamos calificar como democracia de cartón piedra, y tras la dictadura
franquista disfrutamos de una democracia formal pero no real, y la razón de
ello radica en la naturaleza de los partidos políticos españoles. Nos queda un largo trecho por recorrer hasta que la democracia real campe a sus anchas y se asiente.
El
hecho de la inexistencia de tradición democrática, de la falta del acervo
democrático en las clases dirigentes españolas durante siglos, unido a la
realidad social y el devenir de los acontecimientos, nos colocó a mediados de
los años setenta del siglo pasado en una situación en la que los partidos políticos
o no existían o caso de existir carecían de arraigo significativo en la
sociedad. Consecuentemente, y en contra de lo que es natural en las sociedades
con gran tradición democrática como es el caso del Reino Unido, o incluso en países que han nacido en democracia
como los Estados Unidos de América, en España primero se crearon los partidos
políticos (algunos salieron de la clandestinidad) y después se fomentó la
necesidad de su existencia entre la sociedad. Es decir, se cambió el orden de
los factores, pero en este caso el producto resultante sí que se vio alterado. De
este modo, cuando lo normal es que en una sociedad libre, sus miembros para
gestionar su libertad e intereses creen partidos políticos como instrumentos a
su servicio, en el caso de España, los partidos políticos, al amparo de la
democracia formal gestionan y manipulan a la sociedad para emplearla como instrumento al servicio de
los propios partidos. Y este mal, que vicia radicalmente el sistema democrático,
es común a todos los partidos y tendencias. Izquierdas, derechas,
nacionalistas, etc., todos beben de la misma fuente y todos participan del festín.
Los partidos políticos en España no son un medio, son un fin en si mismos, y
entre todos tenemos que mantenerlos y padecerlos.
Al
haberse cimentado la democracia española sobre las directrices que han marcado
los partidos políticos y no sobre la voluntad de la sociedad real, obviamente éstos
han blindado bien el sistema y abrir brecha en él es muy complicado, y la
solución por supuesto no pasa por la renovación de los partidos, pues nada bueno puede salir de algo que está podrido hasta el tuétano.
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